Miraba pasar los aviones al atardecer en ese
horizonte azul de la costa Atlántica. La luna
creciente era augurio de buena estrella. El mar bañaba su alma.
Siempre quiso ser escritora. Había conseguido
el éxito, su última novela record de ventas. Cansada de tantos viajes, escapó…
Se esconde en África en un pueblo anónimo de
casas blancas con tejados verdes.
Una “harira” y un bocadillo de patata rebozada
acompañan sus noches de soledad.
Se sienta en sillas de plástico y observa el
mundo en mesas de colores.
Sí, le gustaba disfrutar de su tiempo con ella
misma.
Se sentía rechazada por los hombres y esto era
una novedad.
Siempre tuvo mucho éxito con el
mundo masculino.
Ahora vive arropada por “la mer”.
Iulia Traducta era
su nombre artístico.
En 1970 llegó por primera vez a Zilis con sus
padres de vacaciones. En el puesto de churros conoció a su primer marido. Era
italiano y tenía un negocio de helados. Ella llevaba una camiseta blanca con la
cara de un caballo dibujada, él un pantalón con perfecta raya. Se
casaron en la pequeña iglesia del pueblo.
Compraron “La ruina”, una casa en la cornisa
del barrio de la santa Lala Rahma, tenía la peculiaridad que daba al mar. Un
balcón con balaustrada italiana era testigo de las puestas de sol compartidas.
Dormían acunados por las olas.
Diez años de amor y muchas infidelidades. Máximo
trabajaba en el negocio familiar, no tenía mucho tiempo para Iulia. Ella
escapaba al otro lado y en cada viaje tenía una aventura. “La ruina” era una apología a su desamor.
Iulia escribió un
último acto la tarde que el rayo verde
en el horizonte dividió el
cielo. Marchó…
Como almas complementarias que se separan. Fue ese día que empezó a escribir llenando su
nido vacío de poesía. Su
marido vivió en la “ruina” el resto de sus días.
Su primer relato lo tituló “El patio de la luna”, en homenaje a un pequeño hotel donde durmió la última noche
antes de dejar África.
Amor a un continente y una promesa…volveré.
Iulia estaba cansada, dolorida,
necesitaba savia nueva.
El día que dejó Zilis, la marea estaba muy
baja, una bruma espesa como de otro mundo envolvía la medina.
Los barcos del pequeño puerto
parecían ausentes.
Todo era tan calmo que te
aplastaba.
Llegaba el levante, Iulia
arrastrada por el viento, apenas se distinguía. Tumbada en la arena, acunada por la brisa.
Hija de la “mer”… abandonada.
En la Península Ibérica tuvo un accidente
que cambió su vida. Se enganchó un tacón
de sus zapatos nuevos en la plataforma del barco, se rompió tres vertebras y una mano.
Directamente a urgencias. Allí conoció a
Bernard, su segundo marido.
Dos años estuvo Iulia en la cama de un
hospital. No podía mover las piernas. Como un castigo divino estaba paralizada.
Su mente y su corazón acelerados.
Aún en el dolor y la sangre Iulia se
veía hermosa, delgada, frágil, con unos grandes ojos azules, pedía compasión.
Escapada de su mundo… herida. Sola con las palabras.
Al mismo tiempo que escribía relatos cortos,
vivía otra vez el amor.
Fué en Algeciras, donde tomó el seudónimo de Iulia Traducta.
Echaba de menos las puestas de sol junto al mar al otro lado.
Allí solía ir a los chiringuitos a tomar té de menta con sus amigas. El sonido
de las mareas llenaban su cabeza de sosiego y la espuma de las olas dibujaba
pequeños horizontes acompasados como un vivir.
Echaba de menos “la mer”.
Bernard se dedicaba en cuerpo y alma a los
cuidados de Iulia.
El día de su cumpleaños le regaló una cajita
de acuarelas Rembrandt. Todos
sus dibujos eran mares azules.
”La mer” viajaba con ella como un talismán.
“Hombres con chilabas sentados en sillas de
plástico” era un recuerdo que alimentaba su alma.
Bernard había conseguido que la trasladaran a
la 7ª planta donde podía ver las puestas de sol. Así pasaron los meses de
invierno, llenó muchas hojas de historias de Zilis, que escribía con paciencia…
Ella vivía en un mundo propio a, él devoto a Iulia.
Bendecidos por las estrellas.
Era un acto de amor… Sólo con mirarla se sentía feliz.
¿Qué amor puede superar una prueba tan dura?
Amor no correspondido. Amor
regalado
¿Verdaderos o
falsos hijos de Afrodita?
“Las olas cerca de mí cuerpo, gigantes llenas de espuma, tengo miedo de
morir ahogada.
El sol se marcha entre nubes, cada vez estoy
más cerca de ti”.
Bernard era un lector empedernido. Separaba
las hojas con pequeñas cartas de póker. A Iulia le
gustaba escucharle hasta caer dormida. Este era uno de sus rituales preferidos.
Se sentía extraña buscaba otra forma de
existencia. El amor se deshacía como un terrón de azúcar a la vez que Iulia
mejoraba.
El día que se levantó de la cama, dejó a Bernard
para convertirse de nuevo en Afrodita. Marchó…
Iulia se sentó en
una mesa del pequeño chiringuito de
cañas, miraba los pescadores, todos los días llevaban a casa lindas piezas. Se
mimetizaba con las caracolas, lapas y cangrejos, acostada entre las rocas mojadas que dejaba la
marea baja.
Zilis era su mejor nido, había vuelto al hogar.
Máximo tenía otra mujer, vivían en la “ruina” otra historia de amor acompañados
por las mareas.
Iulia se
reencontraba con “la mer”. El oxigeno marino de esta orilla ablandaba su cuerpo
anquilosado después de dos años inmóvil.
No venía para quedarse, África negra la
llamaba, viajaría a Mali para encontrar el talismán.
Había publicado su primer relato, “El patio de
la luna” y le dejaba suficiente dinero para emprender un viaje que de nuevo
cambiaría su vida.
Llevaba tanto tiempo sin sexo. Vivía inmersa
en su melancolía.
Paseaba por el
jardín dónde todos los pájaros dormían. Tenía pesadillas.
Llamó a un amigo quería ser querida. Fue a
buscarle a las piedras…
Desnuda se metió en la mer…
Él estaba con dos amigas tomando té.
Ella sintió tanta rabia envuelta
de unos celos sin testimonio que la devoraban como cuchillos.
De repente él se levantó, dejó todo lo atávico
en la mesa de plástico blanca y fue a buscarla. Nadaba a ritmo de un caballo
desbocado hasta juntar sus bocas tantas veces deseadas. Una noche de amor bajo la luna llena.
Iulia paseaba por
la playa con su falda blanca, unida a “la mer”. Como un hada alada su cuerpo esbelto
acariciaba el horizonte. Siempre fue una princesa, de crepúsculo tímido y envolvente.
Se sentía pletórica con esta nueva luna llena,
se amaba a sí misma.
Había vuelto a “la mer”, sola. No compartía
sus horas, había cerrado un círculo.
Sí, sentía atracción por África negra, pero
esperaba…
De momento se extasiaba en esta
orilla, dónde el clima la alimentaba. Final
de verano, todo tenía una luz especial. Se sentía mecida por la atmósfera.
De vez en cuando iba a los rincones tantas veces vividos, veía “la
ruina” asomada en la cornisa marina. Ya no le pertenecía pero la vivía cercana
como una vieja amiga.
Se sentía
extraña después de dos años de inactividad física, quería correr y no
parar. En este
lado estaba con “la mer”, aún así, tenía ansias de aventura, sueños.
Era un” sens terre”. Un animal de
costumbres, odiaba vivir sin alma. Quería ser libre,
sacar los pies del suelo, elevar su pesado cuerpo, ir…
Con una existencia efímera perdía su identidad. Abre las alas, puedes volar o desaparecer, ser otra. Cambiar de Universo… Bajar al sur es lo que Iulia sueña. Necesita plantar raíz en un suelo africano, sin modernidad.
Con una existencia efímera perdía su identidad. Abre las alas, puedes volar o desaparecer, ser otra. Cambiar de Universo… Bajar al sur es lo que Iulia sueña. Necesita plantar raíz en un suelo africano, sin modernidad.
Cuando te desapegas del amor, casas, ciudades,
vuelas como una mariposa.
¿A dónde quería volar Iulia...?
Su realidad era una fantasía.
Pasaba los días en los cafés viendo pasar los burros que iban al
mercado. Dakhla, donde “la mer” se une con el desierto. Quería
hacer este largo viaje, muchos kilómetros
para encontrarse…la frontera de Mauritania.
Hace tiempo hizo un viaje con un amigo. Se
internaron por desiertos, carreteras vacías y espacios infinitos. Se quedaron a
seiscientos kilómetros de Dakhla…
Había decidido coger un transporte público,
viajar sola para encontrarse con los elementos. La fecundación, quería ser madre. Un acto de
amor entre “la mer” y el desierto.
Como si un deseo del cielo se tratara, Iulia
conoció quien la llevaría a Dakhla. Era
una mujer misteriosa que tenía una casa mirando al mar. Una casualidad del
destino hizo que pasara por Zelis. Iulia estaba pletórica, sus deseos se
hacían realidad. Cada vez estaba más cerca de África negra, donde estaban sus
raíces (el talismán).
La realidad se confundía con lo onírico.
Mientras hacía una
tortilla de patatas en un camping gas, soñaba con Dakhla. Cuanto más
lejos más cerca…
Vivía como una nómada.
Dormía
en el suelo con una piel de cordero, sin agua caliente.
Evadía “las comodidades” de un mundo civilizado. Tenía un nido… de
ladrillo visto que pronto cambiaría por los espacios del desierto.
Como un ave migratoria se posará
en esa isla entre “la mer” y el desierto efímero.
Desde que Iulia toma la decisión de
viajar a Dakhla, hecha el ancla para construir el nido.
Un nido de hierro azul muy alto para
mirar el gran sur.
“Debieron amarse hasta morir derrotados por el
deseo” Isabel Allende.
Empezó su segunda novela, basada en una mujer
con muchas vidas y dos grandes pasiones, las casas y los hombres. La protagonista recorría un camino paralelo a
la propia existencia de Iulia, viajando entre fantasías y realidades.
Luces y sombras daban vueltas en su cabeza.
Cuanto más deseaba partir, más raíz tenia.
Alquiló una casa muy rota. Un nuevo contacto con la tierra. Después de pasar
dos años en una cama, el trabajo físico la curaba. Volvía a
sentirse viva.
Arropada por las olas en el chiringuito dónde
iba a ver las puestas de sol.
“La mer” estaba rabiosa e indeleble.
La casa la sujeta.
Hacía veinte años que una mujer murió de parto
en el piso de abajo. Los primeros días
que durmió en la casa, tuvo pesadillas.
Le despertó el ruido como de un animal herido que hacia ella misma. Tuvo este
sueño dos veces. Ahora ya sabe quien gritaba. Siente a la madre tiene que
ayudarla a seguir su camino. Está
construyendo un templo para enterrarla.
La realidad se mezclaba con la ficción.
Confusa no sabía quién era. Vivía varias vidas.
La prota de su novela era artista. Tenía una
galería en un pueblo de la costa africana. Después de muchos viajes, casas
y hombres se había instalado en un rinconcito de este continente caliente.
Iulia Traducta, la
mujer de éxito, se escondía en la pequeña villa enjalbegada. Quería olvidarse
de sí misma, hacerse anónima.
Vivía en una tela de araña, atrapada por los
hilos del destino.
Iulia era parte de
esta medina blanca, atada a los sonidos, bañada por “la mer”. Escribía
su última novela…
“La vie est belle”
Una rata de alcantarilla come zanahorias en la
fuente.
¿Quién daba de comer a este pequeño ser?
Soadya era el nombre de la madre que murió de
parto en la casa dónde se estaba enraizando.
En una habitación con un muro de nueva construcción y ventana de obra,
enterró junto a los escombros un huevo y
dos flores. Realizó un acto de amor para que “la madre” saliera de su vagar
errante (sansara) y viajara hacia la luz. Encendió dos velas para que dos almas
puras asumieran su nueva existencia.
Iulia se convertía
así en un maestro espiritual. Un “lama de luz blanca de la sabiduría”.
Estaba
perdiendo la fe. Daklha se alejaba día a día. Esperaba el contacto con esa mujer
del Sahara.
Vivía un presente que la ocupaba todas las
horas, construyendo un nido. Después
del viaje siempre tendría a dónde volver.
Los capítulos de su novela se iban tejiendo
poco a poco. A la protagonista le había
salido un encargo importante. La construcción de una escultura al lado del
campo de futbol.
Iulia y la prota
de su novela estaban ocupadas en proyectos interesantes. No necesitaban ni
maridos ni amantes. Solas en el mundo reinventándose.
En los relatos de Iulia, los personajes
eran espejos de su propia alma. A veces se convertían en premoniciones al
hacerse presente la fantasía.
“Garula”mitad hombre, mitad águila.
¿De qué pasta estamos hechos?
Luz, la prota de su novela, era artista. Vivía
en África porque pensaba que los colores eran más intensos. Como en un hilo
conductor se dejaba abrazar por los orígenes.
Iulia se movía como pez
en el agua en su segunda novela. Libre de ataduras.
Esperaba con paciencia el contacto que la
llevaría a Dakhla.
Ir al Sur para encontrar en Norte.
Se entretenía en la construcción de un nido
físico. A la vez que daba rienda suelta a la imaginación en su novela.
Todos los días como en un ritual, recogía
piedras de colores en la playa que pegaba con cemento en el suelo de la
terraza.
Una raíz la sujetaba a esta casa rota de
ladrillo visto. Era el barco dónde guardaba sus tesoros. Lleva su estigma. Un lienzo en blanco.
¿En qué momento de la existencia nos dimos
cuenta de nuestras voces?
¿Qué nos inspira? ¿Qué nos hace ser valientes?
La historia se volvía a repetir.
Iulia como de costumbre se
dirigía al puesto de churros. Dos Dh por favor, Salam Aleïkum. Los pobres la rodeaban como abejas a la
miel, los conocía, hablaba con las mujeres “que guapa estas hoy”.
Muy digna cogió los churros. Se dirigió al café
de siempre.
Volvió
par a poner cemento en su casa, que cada vez se veía más bonita con esa luz
cenital…
Casualidades… Se le había quemado la comida, esto les
sucede a las mujeres cuando se enamoran o están embarazadas.
Construía
un templo de luz para Soadya, no le interesaba encontrar un cherie d’amour…
Estaba nerviosa tenía que ir al otro lado,
dejar Zilis.
Una meta Dakhla... esperaba.
Mientras Luz, la prota de su novela nadaba entre hierros azules.
Elevando al cielo una escultura que sería un nido.
Diez días para coger un avión que la llevaría
de vuelta.
Quería terminar la casa, era importante aislar la terraza de las
lluvias.
Tenía que irse y esto la molestaba. No dormía
bien, tenía pesadillas. Su cabeza daba vueltas. Todo se alborotaba como de
costumbre cuando tocaba los abismos.
No sabía vivir sin inquietud.
Día de equinoccio, llueve, adiós al verano,
adiós al amor imaginado. Iulia
se libera de las cosquillas en el estomago, vuelve a encontrarse consigo misma,
vuelve a ser feliz en su mundo de escritora, vuelve a ver pasar los burros que
van al aparcamiento.
Es curioso cómo nos movemos por los rincones
del alma sin alterar nuestro cuerpo.
Nadamos sin fondo, pero nadamos.
Un romanticismo exacerbado nos acompaña, sin
pudor nos abraza por las noches haciéndonos sentir vivos. Equinoccio
de verano calmo y tierno.
Cuando te sientes fuera del planeta, pides al
Universo una tregua. Tus fuerzas se encogen, piensas que ya no hay lugar para
ti en este rincón del continente, hasta que viene un alma y te invita a un
huevo frito dentro de un “beigne”, mientras colocas tus pies desnudos en una
silla.
El equinoccio nos trae la brisa del invierno.
Este mar azul y blanco, lleno de olas
susurrantes, hermético… Casas agarradas
a la muralla como besos eternos. Pequeñas torres vigía. Castillos blancos de
encuentro.
Niños con largas cabelleras vienen a saludar
“la mer”. Crestas de ola blancas en los horizontes lejanos de los sueños.
Un equinoccio de nubes espesas como el
algodón.
Una playa desierta…
El
aleteo del mar como un canto revelador. Azules
intensos de índigo.
Nubes inmóviles.
Otro ritual de Iulia era ir a ver la
puesta de sol en el chiringuito donde estaba “la ruina”. Se sentaba en las mesas que
tocaban el mar.
En este rincón había pasado
muchas tardes de amor. Cuando estaba sola todo era mágico. La
luz, “la mer”, los gatos y ese horizonte tan cercano.
Se despedía. Cuanto más lejos más
cerca.
Un sol efímero se asoma detrás de la gran
nube, último adiós. Iulia creía en las premoniciones, le habían mandado
un video de un campamento saharaui…
Si los pájaros iban camino del Sur, ¿Por qué Iulia
se dirigía al Norte?
Muerta de cansancio, se metía en la cama para
soñar con el Sur.
Iulia tenía una
casa de ladrillo y cemento. Allí plantaba su raíz. Cada cubo de
cemento que ponía en la terraza la colocaba. Construir para asentarse. No moverse para existir.
Luz terminó la escultura, vivió el éxito y
marchó.
Bajó
toda la costa Atlántica para encontrar el ojo de África.
Iulia no podía
imaginar que de vuelta a la Península encontraría a su tercer marido. Con él vivió el romanticismo y la maternidad.
Tuvo dos hijos.
Siguió escribiendo novelas y cuentos cortos
que le dejaban una economía suficiente para mantenerse.
El padre de sus hijos era africano. Iulia
puso su granito de arena acercándose a la raza negra. Cuando era pequeña su
muñeco predilecto era un gordito marrón chocolate.
Vivió en Nueva York seis años, allí nacieron
sus hijos. Volvió a la Península cuando se separó. Buscó una casa en un pueblo
en las montañas. Pasaron muchos años… volvió al otro lado, no
podía estar mucho tiempo sin ver “la mer”.
Ahora aquí estaba sentada en una silla de
plástico roja. Tomando un café con churros, agradecida de estar viva.
¿La fama o el anonimato?
Era un ave del Paraíso que no había encontrado
el propio.
Volvió como tantas veces a “la mer” de Zilis. Sin
raíz se escondía en este rincón donde siempre encontró la paz.
Huía de
la fama, buscando el anonimato. Se sentía parte de un todo estático y calmo.
“La presencia del anonimato”.
Hacerse anónimo para existir…
Iulia se hacía
presente viendo pasar los burros, en una silla verde en el café de siempre.
Vivía en el Hotel de su primera novela.
Retrocedía en el tiempo.
Sola…sin metas. Se dejaba llevar. Se
hacía ola, movida por el viento.
Rodeada de gatos.
Princesa del desapego.
Amada por “la mer”.