"Tengo que admitir que soy mayor, es decir que he
vivido mucho. Mi cuerpo se deteriora.
He engordado, los dientes se caen, me duele la espalda. No existe una
cura para el envejecimiento, la estética es falsa, las dietas mentira, el
vegetarianismo una falacia.
Envejecemos... doy gracias a Dios por dejarme vivir un día más”.
Samuel estaba inmerso en sus pensamientos cuando Sara llegó al
café...
Apuesto y elegante como siempre, llevaba una corona transparente. Nieto de
reyes, arrastraba su condición con la humildad que le daban los años. Su
búsqueda...el origen.
Sara le admiraba. Habían compartido muchas horas. Horas de amor...
Ahora eran amigos, trabajaban juntos.
Samuel, una biblioteca andante,
coleccionaba memorias, como el que colecciona monedas.
Los orígenes estaban en Mauritania.
Sus ancestros llegaron hasta
Zagora, acuñando monedas de oro.
Cuanto más entraba en la vida de Samuel, más se preguntaba
por los orígenes.
Como las tres cordilleras de Atlas concatenadas Sara se sentía un
habitante de esa franja semidesértica desde
tiempos inmemoriales.
Sara se despidió de Samuel
y tomó la calle de los restaurantes para llegar a su casa. La bruma era tan intensa que se mascaba, el
bochorno la empujaba. Quería sentarse delante del
ordenador y empaparse de historia.
La inspiración le llegaba igual que los alimentos…de la
nada.
Le habían regalado un tarro de “Tahini”, le aportaría calcio. Había
perdido un trozo de muela, le echaba la culpa a la falta de vitaminas. También
pensaba que podría ser el exceso de azúcar. Vivía en un país, donde la bebida
oficial era el té a la menta y el café acompañados de muchos terrones de
azúcar.
Sí, bebo café, aun sabiendo que es un veneno.
Tomo azúcar blanco otro veneno.
Animales no como, alguna vez un
pescado, siento pena de comer otro ser vivo. Hubo un tiempo que me dolía comer verduras.
He tocado con la punta de la lengua un agujero en una muela
y tomado conciencia de que existe un deterioro físico con la edad. Cuesta
admitirlo no queremos envejecer, inventamos historias para no ver una realidad que es
evidente.
Sara estaba ocupada en tareas domesticas. No había dormido
bien, en su cabeza daban vueltas los
oasis del desierto. De momento aquí
estaba, junto al mar… Un calor espeso acompañaba el
día, el cielo plomizo caía tórrido en la medina. Solo tenía una idea, estar en la terraza,
regar las plantas y disfrutar del olor a tierra mojada.
Samuel había llamado
para otra cita, esta vez sería en su casa, había ciertos documentos y fotos que
quería enseñarle. Quedaron a las cinco de la tarde. Mientras tomaban café…
Sacó una foto de su padre que también se llamaba
Samuel, mostraba a un hombre delgado de
piel blanca, casi espíritu, un patriarca flotando entre palmeras.
Junto a él, un jovenzuelo de aspecto desaliñado,
delgado, muy moreno de suaves y elegantes rasgos naturales.
Emir, muy
callado, acompañaba a su amo a quien la avanzada edad y el implacable sol del
desierto habían dejado casi ciego.
Pocos meses
antes, el destino los había unido, cuando el pequeño Emir huía de la policía
que atendiendo a los gritos de un tendero perseguían al pícaro y este perdido
en el palmeral, fue a toparse con la noble chilaba de Samuel quien paseaba algo
despistado entre la
penumbra de las palmeras.
Emir se
ocultó tras el patriarca que con una señal engañó a los gendarmes, luego
agradecido, Emir no dejaba de besarle la punta de sus vestiduras y de dar
gracias a Allah y al señor que le había salvado de una paliza.
Una vez
calmado Samuel, curioso por el extraño acento del joven, le preguntó por sus
orígenes a lo que Emir, aun algo sofocado,
le respondió que procedía de la ciudad santa de Chingueti donde sus
padres sin nada que comer morían de hambre, una sequía de varios años estaba
acabando con todo el ganado y los pozos estaba secos, su familia descendientes
de Mahoma llevaban mil años encargados de la gran mezquita.
Samuel
amante de las historias sobre todo de aquellas que le llevaban a la lejana
tierra de sus ancestros, Mauritania, sintió un ligero estremecimiento a medida
de que el picarillo le narraba todos los detalles de sus meses de huida por las
ardientes tierras del sur…
Mi padre me hablaba del olor del desierto. De las horas donde el tiempo
se para, el calor te obliga a poner freno. Tienes que encerrarte entre paredes
de barro para respirar.
El Ksar originario de mi familia paterna estaba junto al rio Draa. En la parte norte los jardines con grandes
palmeras que daban cobijo a las cosechas. El agua subterránea se repartía en canales
formando cuadrados simétricos. Mi abuelo acuñaba
monedas de oro para el Emir de Zagora. Cuando las caravanas dejaron de traer el
metal dorado, se dedicó a la joyería y se trasladó a la ciudad. Transmitió su
oficio en escuelas a todo aquél que mostrara interés en la transformación de
los metales.
Estoy cansado Sara, lo dejamos
para mañana, en el café de siempre a las diez.
Hasta mañana.
Sara llegó al café extenuada, el calor era tan intenso que podía sentir en su propia piel las historias
de Samuel.
Corría un poquito de viento, se descalzó y subió los pies a una silla.
Ahora entendía lo que era poner freno, parar la máquina.
Samuel no llegaba, seguro que estaba cansado, vendría por la tarde
cuando hiciera más fresco.
Sara pasó toda la tarde conectada al ordenador, inmersa en
las arenas de Chingueti. Ciudad santa del Islam llegó a tener
once mezquitas y veinte mil habitantes, fue un lugar de culto para la
peregrinación a la Meca.
En la
actualidad hay cinco bibliotecas y la Unesco ha reparado la torre de la
mezquita de los viernes, declarada patrimonio de la humanidad. Creada en el Siglo XIII, la sequia, las
guerras y la emigración hacen de Chingueti
un espejismo.
Sara pensaba en los padres de Emir que cuidaron de la mezquita por
tantos años.
Samuel no acudió a la cita, Sara estaba sola con la
historia, quería viajar a Mauritania.
Los ancestros de Samuel eran judíos de la segunda tribu de
Israel. De Egipto a Mauritania. Largas travesías,
grandes desiertos, trashumancia, buscar el camino, la comida, el agua.
¿Qué nos mueve?
Desde los orígenes el hombre se mueve.
¿Quién nos mueve?
El
clima, las guerras, los incendios, el corazón, la muerte, el amor.
Sara estaba inquieta, en medio de una historia se había
caído el personaje. Tendría
que reinventarse. Volver a los orígenes, sola…
Estaba en una jaula…el día había refrescado.
Fue al café de siempre par olvidar…que la vida es un sueño de puertas
concatenadas.
Cuando llegó a casa y encendió el ordenador encontró un
mensaje en la bandeja de entrada. Emir…
Desde aquel
encuentro Emir acostumbró a narrarle historias que había escuchado a los
ancianos que habitualmente se pasaban la calurosas tardes en las sombrías de
los soportales de la Gran Mezquita .
Samuel fue
perdiendo la vista, y en su mente empezaron a abundar las caravanas de camellos
que agotadas llegaban para descansar al palmeral de Chingueti, aparecieron
personajes medievales, esclavos, sheriff y cofradías, manuscritos en piel de
cabra, escritos en idiomas ya olvidados pero Emir se sumergía en largos
periodos de silencio, como si le aterrorizase lo que encontraba dentro de
su alma, evitaba husmear más allá de lo que sus fuerzas de chiquillo le
permitían.
Entre ellos,
entre Samuel y Emir, una fuerte y mágica relación se fue forjando.
Sara pensó que era mágico.
¿Sería
Samuel quien la enviaba el mensaje? ¿Por qué no firmaba?
Se fue a la cama con emoción…
Samuel fue
creando un nuevo y distinto yo, hecho de retazos de las vidas que Emir le
narraba, un mágico impostor fue suplantando al Samuel del presente, fue
olvidando sus recuerdos, fue borrando las imágenes de la vida vivida y un
fastuoso Samuel nació de las cenizas del anterior avivado por las parsimoniosas
historias del lazarillo, y de esta manera viajó a varios siglos atrás, cuando
su padre era el sultán del oasis de Atar y de las zonas circundantes,
incluyendo la ciudad santa de Chingueti.
Samuel, el
emir de Chingueti, príncipe de una de las tribus perdidas de Israel, dirigió la
construcción de la que sería la más imponente mezquita de la ciudad y luego sus
descendientes y los descendientes de sus hijos serían los garantes de los
grandes secretos de cómo los judíos llegaron a Mauritania, guardarían bajo
extrañas llaves en baúles especiales una gran biblioteca donde, entre legajos
de simple enumeración de bienes, había papiros salvados del fuego de la
biblioteca de Alejandría, restos calcinados de poemas escritos en la corte del
gran Dario "el persa" salvadas por una antepasado entre el
pillaje de las tropas de Alejandro Magno, evangelios en griego y arameo...
El nuevo yo de Emir tiene a Sara dispersa. ¿Quién es Samuel? ¿Emir…?
Todo se mezcla con las nubes rosas de la puesta de sol.
Sara salió corriendo al café de pescadores, hoy había música andalusí.
¿Vendrá Samuel?
Al compás de las pipas de kif viajará a los oasis de Atar, imaginándose
la hija de un sultán.
Aquella
tarde Sara se retrasó un poco, algo nada habitual en ella, y cuando llegó
al café Samuel dormitaba junto los últimos sorbos de un té con hierbabuena. Pidió lo
de siempre.
Samuel se
despertó. La saludó con la afabilidad de gestos tan propia de él, y tras el
intercambio de frases de cortesía, comenzó a hablar, sobre temas recurrentes en
su conversación: los productos del zoco de los miércoles y sus precios, algún
pariente y vecino recién llegado del extranjero....pero poco a poco empezó a
entremeter retales de frases ininteligibles, su mente divagaba en el tiempo y
el espacio, siempre utilizando en su habla un inquietante presente, e
incluso palabras que Sara no entendía. Ella dejó de intentar participar en la
conversación ya que él no hacía por responder ninguna de sus solicitudes de
aclaración. Estuvo un largo rato
explicando el origen de unos manuscritos, encontrados hace cientos de años, Samuel
narraba como si el día anterior él en persona los hubiese rescatado entre las
ruinas de un terremoto. Sara
concluyó que su amigo tendría demencia senil, muy triste y agotada se despidió
hasta el día siguiente y se dirigió, a punto de romper a llorar, al bar de los
Pescadores donde, ajena a todo el bullicio circundante, reflexionó largo rato
sobre todo lo dicho por Samuel durante su monólogo.
La música y
el humo del kif fueron envolviéndola a
la vez que alegrando su corazón. Cuando ya quedaban pocos parroquianos y de
músicos solo un señor mayor con un pandero cantando a modo de salmodias viejas
canciones entre religiosas y populares. El ambiente parecía sacado de lejanos oasis, entonces Sara "oyó"
de nuevo la voz de Samuel, y comprendió lo que le fue ininteligible por la
tarde.
Sara estaba cautivada…
La madre de Emir era muy guapa y joven cuando él nació.
Madre soltera de puerta
en puerta de medinas antiguas con ese niño tan simpático. Llevaba
los ojos pintados de “kool”. Sentado con las piernas cruzadas sobre una manta
en el suelo, todo el que pasaba dejaba unas monedas en su sombrero de lana. Era
un muñeco divino y también una inversión caída del cielo. A
la edad de siete años se quedó huérfano, una mordedura de serpiente mató a su
madre.
Todo se movía al ritmo de los días…
La mar estaba tan baja que Sara pudo recuperar las olas.
Durmió en la habitación de la princesa acunada por un sultán…
¿Dónde está Emir? ¿Existe? ¿Es un recuerdo?
A Sara le pesaba el mundo dónde vivía.
Corrió a sentarse en la misma
silla que le dio cobijo. Estaba cansada de todo lo que la emocionaba. Los hábitos se le hacían
insoportables.
Aquí estaba sujetando su piel con
historias, cuando pasaron dos mujeres
con telas coloreadas, “melfas”.
Empieza el viaje. ¿Se puede vivir de la limosna?
Emir se
encontró por primera vez al mar, asustado e incrédulo al principio, vio en su
suave movimiento un reflejo del deseo de Dios.
Se acercó,
prudente metió sus manos en el refluir de las olas y se llevó un poco a la
boca. Tras escupirla se sentó sobre una duna cercana y meditó sobre las pruebas
con las que Dios provoca a los infelices humanos. Tras varias
semanas atravesando el infinito desierto a punto de perecer de sed en varias
ocasiones, ahora Dios le envía cantidades ingentes de agua salada.
Lo aceptó
sin más…
Recordó
ciertos pasajes de su vida, esa vida que tantas vueltas y revueltas iba dando,
como una hoja a merced del viento que cuando parece posarse en el suelo un
nuevo bandazo la levanta por los aires.
Tras quedarse
huérfano muy joven, Emir vivió de la limosna y el pillaje hasta que el destino
quiso que entrase a servir en casa de Samuel, el guardián de la mezquita. Hombre
ilustre y sabio que le trató como a un hijo y que le enseñó una vasta sabiduría
sobre todas las ciencias y libros religiosos. Más tarde le hizo cómplice de la
importante cantidad de libros, algunos prohibidos, que su familia había ido
recopilando durante siglos.
Cuando
Samuel enfermó la ciudad moribunda se iba quedando sin habitantes, las
caravanas dejaron de aparecer tras las dunas y él, aún muy joven, se vio
obligado a marchar en busca de trabajo y dinero.
En aquel
momento un viejo recuerdo destelló en su memoria, su madre le hacía ver que
había nacido tal día como ese, a mediados de la primavera.
Emir compungido
sacó las pocas viandas que aun guardaba en su hatillo, las colocó sobre
su turbante en la duna, bebió un sorbo de agua con los ojos cerrados
y sintió la suave mano de su madre acariciándole el cabello encrespado,
como tantas y tantas veces había hecho con él de bebé.
Dio gracias
a Dios y comió con deleite.
Tenía diez y
siete años pero pensaba como un sabio. Su
gracia natural le permitió inventar su vida
protegiéndose a sí mismo.
Polizonte en
navíos extranjeros, su destino le llevó a varios continentes.
Sara se
preguntaba, ¿qué es estar sin patria?
Te sientes
perdido, sin peso, vagando por el tiempo.
¿Cuántas vidas
sin patria habría tenido Emir?
¿Cuántas
veces sentido la fragilidad de un instante?
Sin patria,
sin lugar, eres polvo en la atmosfera.
Emir tuvo
muchas vidas, Sara se descubría a sí misma a través de ellas….
Sara llevó
al fontanero al pueblo para cambiar el calentador del gas.
Trabajaba en
el campo en “une maison d’hôte”. Se encargaba de la atención a los clientes y
el mantenimiento.
El pueblo
era pequeño y ancestral. Solo “la maison” tenía agua corriente, esto tenía un
precio…las paredes de barro no eran bastante fuertes para soportar el peso del
calentador.
Mientras
esperaban el material para acabar la tarea, Sara disfrutaba de un día de campo
frente al mar. Los vecinos del pueblo se movían con burros. Los sonidos de
gallos y caballos a la par.
La llamada a
la oración les avisaba que eran las cinco.
La playa
tenía unas grandes dunas, el mar se confundía con el cielo.
Todo tenía
un color plomizo.
La casa
estaba rodeada de un jardín de plantas aromáticas, geranios y margaritas.
Había un
porche con vistas al mar dónde Sara imaginaba las vidas de Emir…
La costa Atlántica
dio la despedida a este adolescente cuando se enroló en un barco de la flota
inglesa. Llegó a Londres dentro del baúl de una dama adinerada.
En treinta
días de travesía apenas comió unos dátiles y un poco de queso rancio. Hizo dos agujeros en su pequeño
tabernáculo. Uno para los excrementos y otro para beber a través de una caña el
agua de una de las botellas que había en la bodega.
Tuvo suerte que
la botella tuviera veinte litros.
Su destino
le salvó de morir de sed.
Sara volvió al campo, el fontanero tenía que arreglar la
cisterna del wáter. La casa del
pueblo era la única que tenía agua corriente, toda una contradicción pues era
la que más cerca estaba del pozo. Los vecinos venían con burros y caballos,
acarreando el agua a sus casas. El uso solo era doméstico. El agua de beber
había que ir a la “source”.
Sara observaba como la evolución solo era válida para
almacenar personas en cajas de cemento. Como Emir tenían agujeros para beber y
otros para sus necesidades higiénicas.
En el campo lo más fácil es coger agua del pozo. De esta manera
desaparece la figura del fontanero, las profesiones se hacen innecesarias.
Emir y Sara son almas gemelas. Sus vidas están entrelazadas.
Mientras llaman a la oración, Sara reflexiona sobre la vida
de las mariposas. Cuando
era pequeña las cogía de las alas, dejando parte de su cuerpo desecho entre sus
dedos. Que crueldad.
¿Por qué coleccionar mariposas?
Poner un alfiler en su cuerpo y meterlas en una cajita.
Seres tan frágiles pueden volar…tan libres.
Toda reflexión es interesante si la comparas con la
sabiduría. Emir
se hizo sabio de sobrevivir.
Sara había tenido suerte en sus viajes al pueblo había visto
dos tortugas grandes y sabias.
Miraba el campo desde la terraza de su casa. Un caballo
color azabache le recordaba que Samuel había desaparecido y con él, las vidas
de Emir.
Era viernes disfrutaba de los cantos del Corán en la radio mientras
limpiaba y cocinaba un sucedáneo de “couz-couz”.
Los abuelos de Sara eran judíos sefarditas expulsados de España.
Sara nació en Granada, sus padres se convirtieron a la fe
cristiana volvieron al mismo barrio y compraron la casa familiar en el Albaicín
alto.
Sara se sentía judía de sangre, cristiana de hábito y
musulmana de corazón. Tres
religiones concatenadas la hacían un ser único.
Sara se había movido en mundos materiales, necesitaba
escuchar el nombre de Dios para estar tranquila. Vivía en el norte de África
buscando su identidad.
Tenía una edad dónde le pesaban demasiado las dudas.
Eterno conflicto del ser…la soledad.
Un
sentimiento tan fuerte que puede anularte en un sofá.
Se sentía abandonada cada vez que recorría los pasillos del alma. Suspendida en el
vacío, sin ritual, era vulnerable.
¿Dónde está la mujer sol, hecha de piedra?
Sara era un “sin tierra”.
Viajaba para enraizarse.
Un poquito de estabilidad… el pánico se la llevaba. Sí era
caótica.
Sólo el devenir la alimentaba. Sentía cosquillas en la tripa
si permanecía en los sitios.
Como Emir tenía muchas vidas. Vidas de princesa y vidas de
pobreza.
¿Qué la acercaba a estos personajes tan dispares?
Emir viajero del mundo, un pillo de su destino.
Samuel príncipe de un palmeral de Zagora.
Un enigma por descubrir.
Sara se colocaba en un café…miraba el despertar a través de
una botella de cristal transparente de
“Sidi Ali” con el cuello alto.
En su soledad estaba acompañada de otras vidas.
Toda una abstracción cuando lo que necesitaba era una realidad.
Aquí sentada con su cuaderno rojo era otra. Su vida un
caminar cansado. Quería ser “Oulmes” con muchas burbujas.
Necesitaba las vidas de otros para vivir. Eran libros donde
aprehendía.
Los gatos del café han sido alimentados. Ha venido una
señora con sardinas en una bolsa de plástico, repartiéndolas entre ellos,
eufóricos de placer.
El “Kirikia” forma parte de los rituales de Sara. Cuando no se encuentra la piel acude a este
rincón donde el aire la recuerda su vida anterior de pájaro.
Mira a un hombre demasiado guapo para ser mirado. Estaba
sentado al borde del balcón de piedras. Un elemento material comprado en una
subasta de arte. Lleva gafas de sol fosforitas. Un niño le acompaña, es su
guía. Así serian Emir y Samuel.
Sara se sentía feliz. Tenía el pelo suelto, rizado,
revoloteando por su espalda. El aire del mar le hacía hermosa. Una amiga le había regalado
una camisa verde con dibujos atigrados, parecía una princesa.
El príncipe llevaba un pañuelo azul y una camiseta blanca.
Tenía el pelo negro azabache, su piel morena. Un hombre apuesto. Inalcanzable.
Emir fiel a su amo.
Una tormenta puso
todo patas abajo. Los chinches se despertaron.
Dejar un lugar es como dejar un amor. Todo te duele. Tienes
tanto apego a ese espacio que ha llenado tus horas que no quieres soltarlo. Te
quedas sin aire de solo pensarlo.
“Hoy me han servido en un vaso de cristal labrado”
“Un hombre con medio pulmón te da los buenos días y te desea
que Dios te ayude”
Estos pequeños detalles son los que te hacen apegarte a los
lugares.
¿Los sueños son apegos?
¿Por qué dejamos de soñar?
A veces la realidad es tan cruda que nos asalta la desvela,
sintiendo el vértigo de la existencia.
Nos apegamos a los sitios que nos recuerdan otras vidas.
¿Qué tiene de amable un café amargo?
No es el café, es el sitio y las personas que nos rodean.
Son tu familia. Ellos que te saludan cada día y te acompañan en estas sillas de
plástico trenzado.
Sara reflexionaba en el café de siempre.
Hoy se había
levantado sin sueños.
Su vida vacía de ilusión la libera. Es difícil mantenerse en
este plano dónde sólo tu existencia te sujeta. Sin proyectos se disolvía como
un terrón de azúcar en un café amargo.
Acompañada de su
libertad.
Como Emir, tendría que emigrar. Otro cambio, otra vida. Desapego.
Dejar el lugar dónde habitas. Un salto al vacío.
Llevaba toda su vida moviéndose. El apego, la raíz, la
ahogaban.
Ahora era distinto, el cuerpo dolorido le hablaba.
Ya no quería ser Emir. Estaba cansada de tantas vidas.
Su casa es un mundo de mariposas blancas.
Sara abandonó su mundo de mariposas para entrar en la
realidad.
Una realidad que era una abstracción…
Trabajaba en un hotelito rural, llevando clientes a un
pueblo ancestral.
Cuando creía que todo estaba en su sitio, rompió un cristal
del coche con un tronco de árbol.
Sara caía por los abismos cuando un problema aparecía.
Samuel ¿dónde estás?, necesitaba hablar con él.
¿Cómo parar el vértigo? ¿Dónde sujetar el alma?
La luna estaba casi llena, los niños jugaban con fuego.
Habían hecho una gran hoguera, atrapaban con palos las briznas lanzándolas al
aire. Como en la noche de San Juan el fuego era el protagonista. Los niños como
pequeños brujos hacían su aquelarre, felices.
Sara tenía trabajo, nuevos huéspedes habían llegado a la
casa del campo.
Había prometido no volver…
Cuando llegó las mujeres preparaban el couz-couz a la vieja usanza.
Hacían bolitas con las manos en esas cestas planas de dos asas, que los
extranjeros usaban de adorno.
En el pueblo las mujeres preparan las comidas sin prisas, transforman
la materia prima.
No usan las tiendas porque no las hay, ni siquiera un
estanco o un bar.
Sara se mira en dos espejos.
Uno se llama Samuel y el otro Emir.
Despertar del despertar.
Mariposas blancas en
un campo ocre de trigo cortado.
El mar se junta con el cielo en veladura azul clara.
Sara se plantea hacer una intervención en el pozo.
Todos en el pueblo cogen agua de esta estructura obsoleta
hecha añicos que se cae a trozos.
Es un elemento importante en la vida de esta aldea. Único y
venerado.
Sara ha vuelto a la ciudad, hay luna llena, suenan los
almuédanos con ecos concatenados.
Piensa en ellos “los espejos”.
¿Dónde está el príncipe de Zagora?
La luna no está sola,
le acompaña una estrella ¿Será Emir? Besándola…
.